Ammal ha enmudecido. Sus ojos y su garganta se han secado. Ya no le quedan lágrimas ni gritos desgarrados. Permanece sentada en la entrada de la cueva envuelta por los brazos de su hermana. Tan siquiera unas horas antes, ella tambiÉn abrazaba a su hijo, Janual. Pero ahora yace ante la entrada de la cueva sin risas, sin aliento, sin vida. Había dejado de ser un niño sin dar tiempo a Ammal para entender que ya no quería sus largos abrazos, sus mimos. Pronto habría ido a cazar solo. Con su padre habría aprendido a cortar silex para hacer una hoz o cuchillos. Y le habría enseñado a moler el grano. Y juntos habrían bebido agua de pan. Janual había iniciado el camino hacia la adolescencia, pero el viaje se había interrumpido casi antes de su inicio.
El brujo de la tribu habla y la comitiva comienza a caminar hacia el interior de la cavidad. Lorna ayuda a Ammal a incorporarse y, con la cabeza escondida en su pecho, entran en la cueva donde le espera su compañero, Tobas, y el resto de familiares masculinos de Janual. Sobre la gran piedra descansan cuatro corderos asados y 8 jarras llenas de agua de pan. En el suelo, una tela de lino espera el cadáver de Janual junto a unas cuerdas trenzadas con palmito. Janual dormiría eternamente junto a su hermano, Oraan, al que la diosa naturaleza se llevo con tan sólo tres años enviándole el mal de las fiebres. Muchos niños de la tribu habían muerto por esa enfermedad y ni el brujo de la comunidad ni nadie de las tribus más cercanas sabía cómo detenerla. A Janual se lo había llevado el mismo mal pero con un origen más claro: durante días la había atormentado un terrible dolor de muelas y no lo había superado. De nada sirvió extraÉrselo, ni los conjuros del brujo, ni tampoco sus brebajes de cardo y romero.
Tres mujeres de la familia comienzan a atar a Janual en posición fetal, en la misma postura en la que durante muchos meses Ammal lo acogió en su vientre. De la misma manera que la diosa naturaleza le había enviado a sus brazos, ahora se lo arrancaba. A continuación, las mujeres lo cubren con la tela de lino. Al terminar, el brujo coge los trozos de carne y los levanta hacia la luz del sol que entra en la estancia por la amplia entrada de la cavidad. Entonces inicia un canto con voz grave, un canto triste que es seguido por el resto de la tribu. Acompañado por estas voces, deja los dos trozos de carne asada junto a la cabeza de Janual mientras recita una oración ancestral deseándole buena ventura en el gran viaje. Entonces se dirige de nuevo hacia la gran piedra y coge una de las jarras llenas de ese líquido oscuro y dulce para ofrecerlo al padre de Janual para que beba. Llega el turno de Ammal que apenas moja sus labios en el líquido. El brujo vuelve a acercarse al cuerpo de Janual y deja la jarra medio llena al final de la envoltura donde permanecerá para siempre al joven. El cántico termina.
En silencio, se sientan arremolinados en torno al fuego que arde en el interior de la cueva y que los conecta con sus ancestros. Como han hecho durante generaciones, siguiendo el orden del brujo de la tribu, comienzan a comer en silencio. Las jarras de agua de pan pasan de mano en mano. Grandes y pequeños beben. Poco a poco, el brebaje preparado con romero y bayas de madroño empieza a embriagarlos y se llegan las primeras bromas. Primero en susurros y más tarde, con las primeras risas, las salidas de los asistentes van subiendo de tono y volumen. Los padres de Janual permanecen ausentes, pero no pueden evitar sentirse un poco mejor ante las muestras de afecto que reciben continuamente de unos y otros. La noche de vela y celebración será larga. Sin darse cuenta, rinden homenaje a la muerte ya la vida a la vez. Y el agua de pan, lo que más tarde sería llamada cerveza, les da fuerzas para enfrentarse a su misterio.